La suerte hizo aparición y se puso de mi lado. Tras unos minutos en la pequeña caseta-terminal del aeropuerto nervioso por no saber qué hacer ni cómo llegar a Qaanaaq (a 3km del aeropuerto) encontré unas caras para nada inuits. Se trataba de Corina y de Finn. Corina es una mujer de unos 45 años que estaba rodando un documental sobre la vida inuit y que destacaba por llevar un brazo escayolado con bastante mala pinta. Finn era un medio abuelete que llevaba 30 años viviendo en Qaanaaq, casado con una mujer inuit. Un cazador adoptado por estas gentes que por su edad había decidido finalizar sus días de caza en el hielo.
Me acerqué a ellos y directamente se apiadaron de mi…. En unas horas estaba soltando mi equipaje en una pequeña casa de madera donde pasaría la primera semana.
Corina sería mi “salvadora” durante los primeros días, pues me introdujo en el ambiente y me ayudo a contactar con los primeros cazadores. A cambio de ello decidí ayudarla con su filmación, pues con su brazo roto tras ser atropellada por un trineo de perros durante una expedición, era imposible para ella llevar el trípode y filmar de forma segura, así que se podría decir que mi primera expedición aquí sería como asistente de cámara.
La primera semana fue mas bien de adaptación al medio, al clima, a las 24 horas de luz y a una cultura y unas gentes que viven aisladas del mundo con todo lo que ello supone. Una vida difícil que lleva a la gran mayoría de sus habitantes al alcoholismo y al suicidio.
Aquí no es de esperar encontrar un centro de información turística ni nada parecido, por lo que la única manera de formar parte de la comunidad es ir visitando sus casas y aprovechar cualquier momento para contactar con los cazadores, unas gentes que aunque cordiales y hospitalarios dejan entrever la falta de comunicación con el mundo exterior, plantando en un primer momento una frío muro entre ellos y yo que poco a poco se iría derritiendo a medida que nos conocíamos. “Pacotoqtoq” fue el nombre que me pusieron y cuyo significado nunca llegué a conocer.
Pocas horas necesité para comprobar el problema real de alcoholismo en estas latitudes. Una mujer me asaltó por la calle y bastante borracha para intentar venderme no se qué cosa, y poco después un cazador me llamaba a gritos desde una ventana para que entrase en su casa. Por supuesto accedí y sin comerlo ni beberlo…me encontré en casa de un tipo que se caía al suelo y que sólo quería hablar con el visitante y de paso venderme algo para comprar cerveza.
Esa misma noche una chica de unos 17 años apareció borracha en mi pequeña casa para que la invitase a una cerveza. La chica era sordomuda y lo único que pude entender cuando le propuse que volviese a su casa para dormir es que su padre estaba borracho y que la mataría si aparecía por allí mientras estaba en ese estado. Decidí acompañarla a su casa y una vez en la puerta decidió que mejor seguía dando vueltas y bebiendo. No la volví a ver.
Durante esta semana mi esperanza de encontrar la manera de cargar mi botella de buceo y bucear se iba disipando, pues no existía la estación de bomberos que esperaba encontrar para ello. Pero todo estaba por ver…
Los días pasaban y la gente ya me iba conociendo. El loco español que viene a bucear en el hielo…